Sirena
1984 - Técnica mixta, 48x38
El día en que el mar entregue los muertos de su seno –lo profetizó el Águila de Patmos–, devolverá envuelta en algas y perfumada de salitre a la mujer que se ahogó al contemplar su hermosura contra el océano. Pagó su descuido, pero a cambio accedió a los secretos del abismo. En realidad no se ahogó: se convirtió en sirena. Los animales de las profundidades la vistieron de la vegetación marina, prestándole su industria de insólitos afeites con los que alcanzó su legendario encanto, el mismo que de antiguo cantaron los poetas. Ella lo ignora, porque bebió del licor que borra la memoria, pero dejó un amor en tierra la víspera de celebrar los esponsales. Añorando inconsciente sus caricias, interroga a quienes se aventuran sobre frágiles astillas, persiguiendo sus quimeras. Pero nadie le da razón de su adorado. Entonces se irrita y conduce contra los arrecifes a los barcos. En algunas ocasiones, se arrepiente. Flanqueada de cardúmenes de peces que recuerdan el azogue del espejo –el espejo es la herramie nta de la frivolidad de las mujeres–, serpentea entre la linfa, verde, azul, de colores y gamas imposibles, y recorre los mares infinitos.
Al final, agotada, se tiende en su cama de coral. En días infaustos, se la ve desde la costa, oprimiendo el corazón de las esposas, que saben que allí, en las ocultas mesetas siderales, se encuentra la rival que acaso lleve el luto a sus hogares. Tiene un canto que nunca se oye en tierra. Por eso las tripulaciones enloquecen y se lanzan al agua a cortejar a la sirena. Éste es el misterio de algunos naufragios y de los barcos abandonados intactos en la mar. Se cuenta que, un día, los pescadores la capturaron en sus redes. Ella dormía, mecida por las olas. Al despertarse, le volvieron de golpe los recuerdos, abrumándole el tiempo que llevaba en el océano. Evocó el rostro de su amante. Supo que lo buscaba desde siglos y supo también que jamás lo encontraría. Aterrada, volvió a sumergirse en su pálida vivienda y esperó a quienes erigen su tumba anónima en el mar. Sangra s u herida, pero no sabe que sangra. Abraza a los peces, maternal, contra su pecho y sueña en recostarse bajo el sol sobre las rocas, extender su cola de escamas argentinas y vestirse de la espuma que provoca la resaca, para ver si se cura su nostalgia –ella no sabe que es nostalgia–. El día en que el mar entregue sus cadáveres, culminadas las edades, borrado definitivamente el tiempo –lo profetizó el de Patmos–, ella emergerá sobre las olas, comprenderá su soledad y derramará lágrimas que servirán de lenitivo a su tormento. Naufragarán hasta entonces los navíos.